martes, diciembre 19, 2006

Osvaldo Pellín - Neuquén - Argentina







CUENTOS

Llamadas


¿Cómo podría decirle que me ha hecho bien? Bueno, quizás mejor sería decir, que ha servido para exaltarme. Su palabra en el teléfono, tan inesperada. Tan justo que fuera ella la que llamara y que fuese yo el que atendiera. Y luego, claro está, la sorpresa. Su voz tenía la pena de quien está sufriendo una derrota. No hubiese querido oírle de ese modo, pero era el único que posibilitaría su decisión de llamarme. Ese llamado solo se realizó porque me necesitaba. Y fue así y no me importó, porque igual me puso en su universo y eso, mientras hablábamos, me engendró. Sí, me hizo nacer o renacer, según como quiera verse. Yo ya estaba en su mundo. Para llamarme, antes debió haberme pensado. Estuve en su mente y antes en su memoria y después fui, lamentablemente, un salvavidas. Me sonó como el desafinado acorde final de una obra que prometía el himno a la alegría. Igual soy alguien importante para ella. Me agrando, entonces, y mi voz suena como la de alguien que sabe dar un consejo.
Me dijo, - ¿Qué puedo hacer Paco?. Él hace una semana que no me llama. Y estoy desesperada.
Entonces debí cambiar mi libreto crítico, como era mi primera intención, y empecé a disculparlo para detener su ira. Pero ella insistió, incluso fue más allá y dijo algo así como que él era un cínico. Juro que estuve a punto de darle la razón y de decirle inmediatamente, lo que siempre había pensado de él, que iba a vivirla, a sacarle lo mejor de ella, para luego marcharse. Pero me contuve porque era imprescindible mostrarme comprensivo. Siempre creí que de ese modo, Linda podría captar mi grandeza. Pero solo valoró mi serenidad. Así me lo hizo saber.
-Paco, me ha hecho muy bien hablar con vos. Te agradezco. Has sido siempre tan equilibrado.
¿Qué podría haberle respondido, si al final ese había sido mi papel? El de generoso componedor. ¿Podría, después de eso decirle que terminara con ese imbécil, que ella merecía a alguien más hombre, a alguien como yo? Pero callé y me quedé con sus elogios y su agradecimiento, aunque mucho más lejos de ella que antes. Y lo que es peor, en condiciones anímicas de perdonarlo y de aceptarlo una vez más. Porque según mi falsa opinión, él tan malo no era. ¿Y si no se producía la ruptura y por el contrario yo con mi intervención había favorecido que se reconciliaran? Sí, seguro pasaría eso. Y Linda ya no me llamaría la próxima vez porque al fin conocería mi modo de pensar. ¿Porqué habré mentido? Si esa era la oportunidad de decirle cuánto me gustaba y cuánto la quería, ¿porqué no se lo dije? Sé que soy su amigo pero eso no es suficiente para mí. No sé cuánto durará esa condición. En cuanto se reconcilien, él no permitirá que ella me cuente entre sus amigos. ¿Qué hombre acepta la amistad íntima entre su mujer y otro hombre? Ninguno. Estoy condenado al olvido de ella y a mi dolor por no haberle dicho que la amo, ahora que hace tiempo he esperado pacientemente esta pelea entre ellos para que ella estuviese libre. Y cuando ella me está diciendo eso con su llamada, termino justificándolo a él.
Por Dios, cuánto sufrimiento para nada. Si parezco Víctor Lazslo en Casablanca, sólo que Gustavo no es Rick Blaine, que deja, generosamente, que me vaya con Ingrid Bergman.
Había pasado un mes y de Linda supe muy poco. Ella era amiga de mi hermana y así me enteré de sus éxitos en la facultad y de la jubilación que había obtenido su madre, pero de lo que me interesaba, ni una palabra. Hasta que un domingo por la tarde, cuando me disponía a salir, sonó el teléfono y algo me preanunció que era ella. Son esas cosas en que parece que los hechos se adelantan y uno puede intuirlos. Y fui hasta el teléfono con la seguridad que escucharía nuevamente su voz. Disimulé la dicha que ello me produjo y deseé haberme equivocado en todos aquellos cálculos que había hecho acerca de un nuevo acercamiento entre ella y Gustavo. Pero no fue así. Había acertado en todo. En realidad me llamaba, conocedora de mi afición por el cine, para que le aconsejara la película que podrían ver con él.
-¿Y dónde están?-pregunté, ocultando mi fastidio.
-En Belgrano. Muy cerca de los cines.-me dijo ella.
-¿Qué tipo de películas le gustan a tu novio?
-De aventuras o los western.
-Lo que se dice western hace rato que no se hacen- apunté con seguridad.
-Bueno, no sé –replicó Linda- decime alguna de aventuras entonces.
-Algo pasable es una de Indiana Jones que dan en el General Paz.
-Ah , qué bueno, gracias Paco.
Y cortó como si nos hubiésemos visto ayer.
La tercera y última vez que me llamó fue nuevamente por una discusión con Gustavo. Esta vez la cosa parecía más grave porque se trataba de una firme sospecha de infidelidad de parte de él. Y ahí sí fui directo y le dije que ella, por su dignidad no podía aceptar una cosa así. Qué pasaría, le preguntaba, el día de mañana si ahora tenía ese comportamiento .
-No se merece a una persona íntegra y digna como vos, Linda. Él es un egoísta y también un imbécil. Eso, un imbécil porque no valora lo que tiene al lado.
Y dije imbécil con odio. Al punto que ella se quedó muda del otro lado de la línea. Enseguida pensé que se me había ido la mano. Pero era ese momento o nunca. Debía dejar en el camino a Gustavo que por otra parte se lo merecía. Y seguí hablando de ella.
-¿Dónde va conseguir que una chica bonita como vos, inteligente y buena persona, le vaya a seguir el tren a un tiro al aire como él?
Terminé diciéndole:
-Es más , sos demasiado para Gustavo. ¿Lográs darte cuenta que hay a tu lado gente que te quiere y que estaría dispuesta valorarte como te merecés?
-¿Quién por ejemplo?-me desafió ella.
-Yo, por ejemplo , Linda.
Ella calló un momento y luego , repuesta , me dijo
-Eso lo sé, César. ¿Por qué crees que te llamo cada vez que tengo un problema?
-Está bien , Linda. Pero yo no hablo sólo de amistad.
-Yo te tengo afecto y vos lo sabés, pero lo mío con Gustavo...
-Es otra cosa, no es cierto- terminé la frase.
-Sí- respondió ella bajando el tono de su voz.
Hubo otro momento de vacilación y opté por adelantarme a cortar, después de un saludo casi inaudible, como quien se despide penosamente de alguien que se aleja.



VERME SONREIR

Me veo sonreír y casi no me reconozco. Muchos han halagado mi forma de reír, pero no sé qué cosa le ven de particular a esa carcajada sonora que tengo, casi convulsiva, que tapa cualquier otra manifestación semejante.
Es cierto que algunas cosas me liberaban plenamente y las festejaba con mi risa. No recuerdo bien cuales, pero sí que no eran tan frecuentes, ni las que ponían en ridículo a nadie. Que odio la burla y toda supuesta superioridad basada en el infortunio ajeno.
Mi risa era inesperada, casi insólita y con ella solía tapar la risa de los demás, por lo que casi siempre reía solo. Al cabo los demás también reían, pero más por la forma en que yo lo hacía, que por otra cosa.
Esa imagen ha traspasado los años y mi madre solía solazarse con ella. Era el único varón, de lo que había sido una joven viuda, entre sus tres hijas y mi aspecto, válgame Dios, era bien de macho argentino, cosa que ella reconocía con orgullo.
Por ese tiempo la fotografía estaba en su apogeo y se fomentaba la risa frente a la cámara buscando una pose de natural felicidad, que perdurara para los tiempos, distinta a aquellas primeras fotos que nos habían legado nuestros viejos, donde se los veía serios, casi con caras de malos.
Estábamos en la época de aparecer sonrientes en las fotos y yo sonreía, pero antes que nada debo decir que no ha sido por complacer al fotógrafo con esa nueva moda, sino porque mi primo, que me acompañaba aquella vez, me hizo un gesto que me arrancó la carcajada mientras el fotógrafo disparaba con su máquina y esa foto se eternizó, difundiéndose entre familiares y amigos.
Debo reconocer que el zorzal criollo, tenía mucho que ver en esta moda de la sonrisa, porque él era un artista o porque le quedaba bien y las mujeres se volvían locas. Y todos trataban de imitarlo, pero no era mi caso.
Igualmente casi no me reconozco. Más vale me imaginé siempre con la cara de un tipo serio. Como decía tío Nicolás, que era médico,

-Pareces un gástrico.

Una cara ácida, preocupada por un dolor profundo que se quiere ocultar de cualquier forma. Y lo curioso es que siento así careciendo de motivos. Entonces, por aquello de que la causa de la angustia es algo por completo desconocido, quizás tenga que resignarme a que mi amargura no tenga solución. Mientras, por no aparecer tan cariacontecido, a veces uno sonríe o por una pequeña ventana que no imaginaba que estuviese abierta, se encuentra con su infancia y la carcajada resurge como un estruendo. Eso me ha pasado varias veces.
Por este modo de reír, y claro por otras cosas, que no vale la pena ahora puntualizar, me he ganado la fama de tipo derecho y franco, en quien se puede confiar. Pero creo que todo es falso, porque no me parece, muy a mi pesar, haber aliviado con un buen consejo a nadie y más de una vez creo haber defraudado cualquier esperanza, porque no he tenido demasiada paciencia ni de escuchar ni de reflexionar con el otro. No obstante me siguen pidiendo “un momento a solas, Don Humberto” para contarme sus aflicciones, en la familia o en el trabajo. Entonces pienso: “Este no sabe como estoy yo. Con ganas enormes de deshacer aunque sea un minuto mi propio nudo”. Pero me vende mi apariencia de hombre fuerte y mi fama de buena persona.
Mi foto sé que me sobrevivirá. Al menos por un tiempo y más con la mujer que tengo, que hace un culto de la nostalgia.
Está ampliada y contenida en un marco, colgada en una pared del dormitorio, muy cerca del crucifijo. Allí sobresale la imagen del tipo ganador, como ellos lo han querido.