martes, octubre 17, 2006

María Eugenia Rapp









CUENTO


La hamaca

Hace tiempo que somos vecinos. Mi casa y la suya simétricamente pegadas, como un espejo nos separa una reja, enhebrada por un jazmín del país, que deja entrever por su red verde y frondosa.
Cada patio desemboca en un pequeño jardín, pero el de él tiene dos árboles y bajo su sombra acostumbraba colgar una hamaca paraguaya.
La última vez que lo vi fue un mediodía, recostado, oscilando sobre el calor, apantallándose con un diario de fútbol. No podía verle la cara; sólo sus piernas entreveradas con la tela azul de la hamaca, los pies callosos al aire y por supuesto, no me atreví a molestar con mi saludo. Cuando levanté mi plato de la mesa ya no estaba, pero la hamaca seguía allí meciéndose.
Esa misma noche llovió y en el jardín goteaba la tela, pesada como si acunara un gigante de agua, estaqueada entre los árboles y el viento. Se la habrá olvidado, pensé. Era imposible no saber que llovía. Tras la pared se escuchaban ruidos, como golpes de muebles o tacos en el piso. Y luego silencio.
Quedó así. La mañana nublada. A la curva mojada la zureaban los pájaros que ya comenzaban a regar su excremento. Luego empezó a endurecerse, plastificada de mugre seca. Lo mismo con las ventanas de la casa, sucias, ya no transparentaban. De vez en cuando algunos ruidos, pero nunca una voz. Inventé una excusa y le toqué timbre: que me había llegado su cuenta de luz. Sentí que me observaba por la mirilla de la puerta, sin respuesta. Luego, cuando venía gente a mi casa, era un espectáculo extraño la hamaca colgada, dura, ya casi no se movía con el viento; los flecos azules petrificados, cubierta de hojas como esquirlas de plomo. Lo di por ausente o fugado: habría dejado su muerte en la hamaca.
Comencé a medir el peso de la muerte. Le sacaba fotografías a su patio y las iba pegando en el espejo del baño. Me quedaba horas frente al derrumbe, que agregaba cada día una nueva pieza a su abandono.
Una tarde me atreví a pasar la reja y salte a lo profundo, del otro lado. Sobre la hamaca, el viento soplaba los restos de un nido. La descolgué para soportarla en los brazos. Me acerqué para oler. La volví a sujetar y entonces fue la primera vez que me metí adentro. La remera y la falda se tiñeron de negro, por los ríos secos de lluvia y hollín, y desde entonces esa es la ropa destinada a la hamaca. Por supuesto, mi cabello también se ensucia, la piel de las piernas, las manos. Una vez por semana me visto para sumergirme en ella y como si no quisiera ver, bajo los dedos de los árboles espío el cielo, donde todo se cae. Aquí estoy suspendida, mecida en la incertidumbre que flota entre la tierra y las nubes. Sólo la hamaca me sufre, no tengo que avanzar ni decidir.
Me lleva algunos años el olvido.