martes, octubre 17, 2006

David Slodky - Salta - Argentina












CUENTOS
LOT

Mata al canalla que te moteja.
Córtale el cuello. Basta de grita.
¿O aún aguardas que te proteja
tu dios judío y antisemita?
(Carlos Grünberg: “Paria”)
Empero Lot subió de Zoar, y asentó en el monte, y sus dos hijas con él; porque tuvo miedo de quedar en Zoar, y se alojó en una cueva él y sus dos hijas. (Génesis, 19, vs. 30)
Ya en la cueva, Lot piensa calladamente.
Heme aquí, viejo ya, solo de enorme soledad. Alojados como alimañas en una cueva, no hay mujer que entibie mis noches ni nietos que cansen alegremente mis rodillas. Sólo rocas y piedras nos rodean con un silencio tan insondable como el que ganó a mi mujer, ¡oh indiscreta!, ¡oh Isha repetida!, que tuvo mayor castigo por igual pecado. Más nos hubiera valido quedarnos en la lluvia de azufre y fuego. Más me hubiera valido entregar los dos varones, puesto que el premio es peor que el escarmiento. Mis hijas, buenas doncellas, no tienen ni tendrán varones que entren a ellas conforme a la costumbre de toda la tierra y me den esperanza de que mi generación perdure, no disfrutarán deleite y repetirán su costumbre luna tras luna hasta que sólo la aridez las interrumpa; no verán combar sus vientres ni crecer sus pechos y cuando el silencio las gane también a ellas, cuando ya sólo seamos polvo retornado en el polvo, entonces será como si nunca hubiéramos existido.

Oh, Tú tan Poderoso y Desmemoriado. Oh Tú, tan Soberbio... ¿Por qué haces lo que Se Te Ocurre, violentando inclusive Tu Palabra? ¿No habías dicho “No es bueno que el hombre esté solo; haréle ayuda idónea para él?”. ¡Y me dejaste sin ella, por ser como Tú la Creaste! Por ser curiosas (¿de dónde habrán sacado ellas ese rasgo?) a una la desterraste de Edén ensañándote con una ferocidad digna de enemigos más fuertes y crueles: multiplicaste en gran manera sus dolores y preñeces, la condenaste a parir con dolor sus hijos y dispusiste que su marido se enseñoreara sobre ella. A otra, la convertiste en estatua de sal, quitándole el soplo vital que Tú le infundiste. ¡Ninguno de nosotros, hechos a Tu Imagen y Semejanza, podría ser tan brutal sin merecer algún castigo! Estableciste que el que derrame sangre del hombre, por el hombre su sangre será derramada, porque a imagen de Dios es hecho el hombre. Pero Tú que sólo eres Tú mismo, que Eres el que Eres, que hiciste al hombre a Tu Imagen y Semejanza, derramas a cada capricho Tuyo sangre del hombre, y nadie puede pedirte cuentas. Lo hiciste con el diluvio, y después prometiste que no volverías a destruir todo viviente, como habías hecho; pero destruiste luego todo viviente de mi ciudad, salvo nosotros. Tú Dices y Te Desdices, Tú Creas y Te Arrepientes y Te Arrepientes de Arrepentirte, y Te Arrepientes de Arrepentirte de Arrepentirte. ¡Te quejas tanto de nosotros! ¡Como si Tú fueras tan perfecto! Y nosotros tenemos que obedecerte sin ninguna queja. ¡Cuántos infortunios más nos tendrás reservados todavía! ¡Tiemblo de sólo pensarlo! ¡Tengo pesadillas en mis noches, sueño oscuras columnas de humo que buscan el cielo esparciendo un acre olor a inocentes calcinados, asesinados en siniestros mataderos, aterrados, abrazados y Adorándote!

Pero algo pasa con mis dos pobres simientes enfermas. Algo las anima, desde ayer que salen de la cueva y el murmullo quedo de sus voces llega hasta mí y vuelven con los ojos avispados y me miran rápidamente, o vuelven con los ojos preocupados y me miran largamente, y callan con el mismo silencio que tenían al ofrecerlas yo para que hicieran de ellas como bien les pareciera, con tal que no se llevaran a los que habían venido a la sombra de mi tejado enviados por Ti. No habían conocido varón y yo las entregaba más alevemente de lo que el hermano de mi padre entregó su mujer para salvar su vida y obtener beneficio (y Tú castigaste al engañado y no al entregador, con el que hiciste luego pacto). Ojalá las hubieran tomado, ojalá el deseo que traté de encender en ellos para cumplir Contigo pudiera más que su furia insensata: acaso hubieran fecundado con violencia en ellas, pues entonces quizá nietos bastardos alegrarían mis días y prolongarían mi simiente.
Extremando mis sentidos, he escuchado ya lo que murmuran y no puedo evitar estremecerme, perturbarme ante los límites en los que Tú nos pones: “Nuestro padre es viejo, y no queda varón en la tierra que entre a nosotras conforme a la costumbre de toda la tierra: Ven, demos a beber vino a nuestro padre, y durmamos con él, y conservaremos de nuestro padre generación”.
Oh, hijas mías, que por jóvenes no conocen lo que los años enseñan: los hijos nacidos de los vapores del alcohol, llevan estigmas en su cuerpo y en su alma. Quieren que yo no me sienta culpable de haberlas tomado, pero los hijos que buscan de esta manera no les darán alegrías sino pesadumbre. Y difícilmente (si son varones) haya luego mujeres que accedan a dormir con ellos, y así no se conservará generación después de los que nazcan del pecado y del alcohol.
Pero, ¿no me estarás diciendo Tú que son ayuda idónea mis hijas? ¿Es que también yo puedo decir de ellas que son hueso de mis huesos y carne de mi carne? ¿Es que puedo allegarme a ellas y ser con ellas una sola carne? ¿O me sometes a esta duda para castigarnos luego? ¡Porque puedo dar fe por mis antepasados: no he conocido alguien tan perverso como Tú!
Y cuando sus hijas vinieron y le dieron a beber vino, Lot simuló hacerlo pero lo arrojó sin despertar sospechas, y gozó luego disimulada y culposamente de sus hijas, una noche con una, otra noche con la otra, mientras descubría el goce de ellas sin avergonzarlas de que él percibía su deleite, su jadeo estremecido. Lo Maldijo entonces, calladamente.
Y los Moabitas y los Ammonitas fueron a partir de allí.

A LA HORA SEÑALADA

Se miró al espejo. Escrutó su pelo ya plateado, sus arrugas todavía no muy profundas en la frente, sus ojos pequeños e inquisidores... se pescó el rictus al desviar hacia el costado izquierdo sus labios y sus fosas nasales, como un boxeador que se prepara para la pelea... ¡Otra que Gary Cooper!
¡Si hubiera sacado la estatura del viejo! Pero bueno, ahora demostraría quién la tenía más larga.
Aspiró profundo, sin dejar de mirarse. Asintió, aprobándose y ensayando una vez más el gesto mesiánico largamente estudiado.
Ya hacían casi veinte años que con la ayuda de Dios había logrado vencer al diablo que anidara en sus entrañas, en su sed demoníaca, en su garganta ávida del áspero líquido que calmaba sus temblores.
¡Por Dios, cuántas pruebas debió superar! ¡Una silenciosa ordalía a la que se había sometido con estoicismo!
¡Qué difícil nacer inmediatamente después de la Guerra, con el estigma de ser hijo de un hombre cargado de honores por haber cumplido con su deber, su honor y su país!
De niño fue obediente, puntilloso lector de las Sagradas Escrituras, puntual concurrente a los servicios de la Iglesia. ¡Hasta había sido diácono! Con una sonrisa conmiserativa, reconoció que más para mocedades que para cumplir con Dios.
¿Qué pasó luego? ¿Cuándo extravió su camino? ¿Sería una reacción rebelde ante las duras exigencias del amado y odiado héroe y padre suyo? Recordó con un gesto adusto sus parrandas, su rugiente convertible, su casamiento con Laura. Con un imperceptible movimiento negativo de su cabeza, repasó las largas noches de beberaje, las molestias de su paciente esposa por sus impertinencias alcohólicas, las reconvenciones a solas de su fastidiado y fastidioso padre.
Hasta que encontró a Billy. Gracias a él, y junto a Bob, atinó su senda. Eran dos vaqueros (“John Wayne y Gary Cooper”, se nombraban riéndose mientras bamboleaban sus cuerpos y sacaban rápidamente los imaginarios Colt 45 de las cartucheras ilusionadas que pendían a sus costados, a la altura de sus entrepiernas, y velozmente las palmas izquierdas accionaban el percutor simulado por los pulgares derechos, mientras sus carrillos se hinchaban y sus labios semicerrados y estirados emitían el chasquido figurando los disparos en ese duelo de risas y de alcohol). Enfundaron sus pistolas, encorcharon sus botellas, y con la cabeza gacha de los conversos arrepentidos, se encolumnaron en el Estudio Comunitario de la Biblia. El Evangelio de Lucas, los Hechos de los Apóstoles, la conversión de Pablo camino de Damasco, iluminaron su alma. Y las sombras que se habían proyectado sobre su vida, comenzaron a desvanecerse.
¡Qué difícil fue ayudar luego a su padre a cumplir con su destino! Pero lo hizo, como buen hijo que era. Aun así, nunca pudo lograr que aceptara que la palabra de Dios, a través de Billy, santificara su campaña. Por eso, seguramente por eso, en el momento decisivo el viejo arrugó.

¡Y allí, súbitamente, cuando su padre retrocedió en el Momento Supremo, supo cuál era la Misión que él venía a cumplir en el mundo! Los psicólogos lo llamaban “Vivencia del ¡Ahh!”. Pero él sabía que era una Revelación Divina.
Desde ese momento, con calma, con afán, con firmeza, con predestinada claridad, comenzó a subir peldaño a peldaño hacia el Hado irrebatible de su peregrinación.
No tuvo prurito en decir públicamente, una y otra vez, lo que muchos pensaban pero pocos se atrevían; desarrolló la compasión dentro de una comprensión conservadora del mundo; llegó a un cómodo rellano que muchos creían era el máximo escaño al que podía aspirar, pero él sabía que sólo era la plataforma para tomar impulso y llegar hasta donde su padre había llegado, pero no había sabido utilizar plenamente. Allí había sido llamado él. Sabía para qué había sido llamado. Y respondió al llamado.
Y llegó.
Hubo un Día del Maestro de un lejano país sudamericano que lo convenció definitivamente (si es que un último convencimiento aún necesitaba) que Satán lo desafiaba. Y si Satán lo desafiaba, era porque él era el Enviado de Dios.
Y ahora estaba allí. En ese día que lo esperaba desde el principio de los tiempos.
Se miró nuevamente al espejo. ¡Otra que Gary Cooper! Desenfundó velozmente el Colt 45, accionó con su palma izquierda el percutor pulgar derecho mientras sus dedos índice y medio apuntaban , cerró el ojo izquierdo, hinchó sus carrrillos y estirando la trucha “¡Pff, Pff, Pff!”. Hizo girar sobre su eje, en su índice, el imaginario revólver, lo enfundó, se acomodó el rebelde mechón plateado, miró su rictus de boxeador antes de la pelea, y salió al estrado. El mundo lo miraba.
Tuvo en claro en ese momento que la libertad no era un aporte de su país al Universo, sino un legado de Dios a la Humanidad. Y él era tan sólo el Instrumento de su Divina Voluntad.
Había llegado Julio César. Un Nuevo Imperio estaba por alumbrar desde Occidente.